Ella no sabe de confinamientos. Desconoce lo que implica una pandemia. En su vida conoció diversos paisajes. La incubadora del hospital, la casa de sus abuelos en la ciudad, su hogar en lo que será su pueblo, de nuevo la gran ciudad en el inicio de la cuarentena. Ignora al virus, con su maldita cosecha de muerte y miseria. Se ríe con la alegría recién pintada, desde su boca sin dientes y con sus ojos hechos de nubes. Todavía nadie le informó de poblaciones de riesgo, fases de contagio, barbijos, alcohol en gel, distanciamiento social. Prefiere hacer ruido con la boca, tirar chiches por la borda de su cochecito, soltar carcajadas con las payasadas de su hermano, dormirse sentada. Para su bien, no conoce la pequeñez intelectual de los líderes mundiales, ni de murciélagos chinos, tampoco de la carrera meteórica detrás de una quimera llamada vacuna o de los colapsos en los sistemas de salud. No. Ella opta por tirar por primera vez sus brazos como las aspas de un gran molino, y nosotros cua...