Ella no sabe de confinamientos. Desconoce lo que implica una pandemia. En su vida conoció diversos paisajes. La incubadora del hospital, la casa de sus abuelos en la ciudad, su hogar en lo que será su pueblo, de nuevo la gran ciudad en el inicio de la cuarentena.
Ignora al virus, con su maldita cosecha de muerte y miseria.
Se ríe con la alegría recién pintada, desde su boca sin dientes y con sus ojos hechos de nubes.
Todavía nadie le informó de poblaciones de riesgo, fases de contagio, barbijos, alcohol en gel, distanciamiento social.
Prefiere hacer ruido con la boca, tirar chiches por la borda de su cochecito, soltar carcajadas con las payasadas de su hermano, dormirse sentada.
Para su bien, no conoce la pequeñez intelectual de los líderes mundiales, ni de murciélagos chinos, tampoco de la carrera meteórica detrás de una quimera llamada vacuna o de los colapsos en los sistemas de salud.
No. Ella opta por tirar por primera vez sus brazos como las aspas de un gran molino, y nosotros cuales Quijotes correr a abrazarla. Ensuciar baberos y pañales. Hacer nado sincronizado en su bañera amarilla, rodeada de las manos amorosas de su abuela. Llorar puntualmente cuando es la hora de su teta o cuando algo le molesta.
Paz probó por primera vez algo sólido en mi casa. Fue un subyugante yogurt. Cómo explicar la expresión de su rostro, esa mezcla de asombro con cierto terror. La magia de lo nuevo en su boca. La solidez del alimento que se vuelve inmanejable. El progresivo paso de la extrañeza, a degustar con fruición. Su cara como un signo de interrogación, trocando a boca abierta, esperando ansiosa, el preciado vuelo de la cuchara. El alivio de un poco de agua para bajar semejante banquete. Sus cachetes, el babero y alrededores coloreados con el pigmento y la sustancia del noble producto. La ceremonia iniciática no duró mucho, sin embargo, fue tan intensa como inolvidable.
Ese día, Paz, me sacó por un rato del miedo, la ansiedad, la incertidumbre. Borró el gusto amargo del tiempo como algo pegajoso, viscoso, aplastante. Y me puso a mirar el futuro con la misma cara con la que ella esperaba la cuchara de yogurt.
Nunca terminaré de agradecerte querida nieta.
Por Rodrigo Paulo Holzmann
[Biografía de Rodrigo Paulo Holzmann en sus palabras: Nací en Bordenave un pueblito del sudoeste bonaerense lindante con La Pampa. Estudié en la Escuela de Trabajo Social y más tarde la Licenciatura de Trabajo Social en la U.B.A. Tengo casi 53 años dos bellas hijas, un precioso nieto y una hermosa nieta. Me encanta leer y escribo desde hace algunos años. He participado en varios talleres de escritura con gente muy querida. Escribir es para mí viajar: a mi infancia, sueños, miedos, proyectos y demonios. Un desafío tan difícil como necesario.]
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