Travesuras de niños.
Cada tanto recuerdo una riesgosa travesura de niño, con un grupo de amigos caminamos por la vía del ferrocarril Sarmiento, llegamos a un guarda ganado cercano a los talleres ferroviarios de Pehuajó, y “el Bichi “gritó que había salido el tren desde la estación, el farol de la maquina se veía cada vez más cerca; nos miramos entre todos y decidimos subir juntos uno a uno, nos apoyamos con firmeza la espalda, brazos contra brazos al guardaganado. En segundos el tren pasaría centímetros a nuestro lado.
Ventana a ventanas, como cuadro a cuadro de las viejas películas vimos pasar al tren. Los pasajeros aun acomodándose en su interior. Algunas caras adentro del vagón mostraban asombro, de lo que veían afuera: los niños adyacentes del tren en movimiento.
La adrenalina de esos segundos grabó en mi memoria el momento. Al paso del tren bajamos y nos juramos entre nosotros no decir nada en nuestros hogares.
Las travesuras en la estación, son unos de los más hermosos recuerdos de infancia, claro que era porque el padre de mis amigos Bicchi y Hugo Antonucci era maquinista, y acceder a los andenes y formaciones era sencillo gracias a él.
Recién llegaban las maquinas “Nuevas” el diésel que reemplazaban a las viejas a carbón. Así que la novedad de ver a esos enormes “monstruos” pasando por las vías, me generaban una especial emoción y curiosidad.
Tocar la campana de salida, quizá fue la primera travesura, siempre obligaba a salir corriendo, porque seguro el Jefe nos retaría o peor.
Poner la moneda de 50 guita en la vía, y esperar ver como quedaba al pasar el tren. Achatada, deformada, caliente y con los relieves de los dibujos de la cara de la Libertad irreconocibles. Todo un trofeo.
El olor especial de las estaciones, esa mezcla de grasas tan expandidas entre los durmientes, el cruce del túnel, hacia el otro anden, frío, sucio a veces de inmundicias de todo tipo, y hasta algún condón usado. Todo eso nos generaba curiosidad, esa sensación que nos obligaba a entender y enseñaba la vida tal cual era.
Había una vitrina vacía a las afueras de las oficinas del Jefe, era el recuerdo de en donde alguna vez estuvo el busto de Evita, escondido en esos días sabrá quién... donde.
La sala de esperas divididas, para damas y caballero, con asientos de pinoteas barnizadas brillantes y siempre húmedos, pegajosos al sentarse, dejaban en ocasiones marcas en la ropa.
Quizá el recuerdo más hermoso, cuando Antonucci, el padre de mis amigos, nos invitó a subir a la Petitera, así se llamaba la maquina nueva. Estaba en maniobras, palabra que mis amigos usaban con enorme orgullo de ver al padre al frente de tal formación en esas actividades. Y lo más sublime, el tirar de la cuerda que hacía sonar la bocina en cada cruce de calle de Pehuajó.
La vida en los pueblos del interior de la provincia de Buenos Aires, en esos años finales de los ´50, eran muy tranquilos, sólo las noticias que llegaban desde las radios de la ciudad de Buenos Aires, Rivadavia y la siempre escuchada radio colonia de Uruguay, nos conectaba a la realidad de esos convulsionados años después de la caída de Perón.
Y ya desde esa época, mi vida comenzó a entender que había otras formas de pensar, afuera de lo que del calor de hogar se mamaba. En mi casa, los viejos profundamente antiperonistas, y mis amigos, muchos de padres peronistas, pero claro en esos años ni se lo nombraba, dado que por el famoso decreto 4161 no se podía nombrar nada relacionado con el peronismo. Hacerlo podía ser muy riesgoso en todo sentido.
No se los nombraba al “quetejedi” afuera de “las casas”, pero siempre estuvo ahí.
Ya de grande vi una película italiana de Mario Moniccelli, se llamaba Amici miei en la misma se juntaban una barra de amigos ya viejos, y la estación de trenes de la Ciudad de Milán, era el punto de reunión anual.
En la misma estación vieron de niños a Benito Mussolini Il Duce saludando con la mano en alto y su mentón prominente desafiante.
A la salida del tren, y por la forma de los vagones en Italia, los pasajeros miran por las ventanas al partir el tren. Los amigos al paso de la formación, todos como si fuera una travesura pactada les pegan “sopapos” en la cara a los sorprendidos pasajeros, la escena me generó risas y llanto de melancolía. Entendí que era una manera de pegarle al Duce que vieron tan cerca de niños.
Ferrocarril, trenes y niños, una conjunción hermosa. Eso sí, cumplimos el pacto, nadie contó a sus padres el paso del tren pegado a nuestros cuerpos.
Daniel E. Fainstein
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