Esa idea atropelló al escritor Antonio di Benedetto cuando en una conferencia de Ernesto Sabato, en Mendoza, sobre Madame Bovary (de Flaubert), expresó que en toda novela no puede faltar el ser humano con sus sentimientos y conductas.
Antonio di Benedetto no se animó a replicar y se le dibujó una secuencia en su mente…. un cielo abierto –o cerrado– que descargaba una cantidad de granizo. Algunas de las piedras rompían una ventana, rodaban y golpeaban en su paso un vaso de agua. El vaso se iba sobre una carta escrita y el agua desflecaba la letra de una carta. La acción se completa sin que participe el ser humano. Fue por el cielo y el agua, los elementos de la Naturaleza.
Y es literatura, pensó di Benedetto, porque está escrito con algún estilo. Desde la composición al ordenamiento de los materiales hasta el encadenamiento de cada frase. Y, además, la belleza, la intensidad, el dramatismo o el agonismo que se ha puesto en cada pensamiento.
Antonio di Benedetto escribió el cuento “El abandono y la pasividad”, pero como Sábato ya había partido hacia Buenos Aires se lo mandó por correo y le agregó: “Mire, Sabato, posiblemente una novela sin seres humanos no se puede hacer porque requiere más acción, la concurrencia de más episodios y la conflagración de los episodios, pero un cuento sí se puede”.
Sabato, con su laconismo, que era de una maestría extraordinaria, le contestó: “La excepción confirma la regla”.
Es decir que di Benedetto había conseguido escribir un cuento, pero no tenía razón.
Ahora que conocen el origen de este cuento sin personajes humanos, transcribimos el cuento para que lo disfruten.
El abandono y la pasividad (Antonio di Benedetto)
Una bocanada de luz se derramó en el cajón de la ropa de hombre; pero inmediatamente fue ahogada. La luz fue entonces sobre la ropa femenina, que mudó de continente: del cajón de la cómoda a la valija, sin la pulcritud sedosa que conoció recién planchada. Un viso, despreciado, quedó marchito y encogido sobre la cama. La malla enteriza perdió la compañía de las dos piezas bikini.
Cuando la puerta selló con ruido la salida de la valija, el vaso alto de agua al fin intacta permaneció haciendo peso sobre el papel escrito, asociado, en la explanada de la mesita, a la presencia vertical de un florero de flores artificiales, rojas en exceso, veteadas de un rosa tierno mal conjugado con el color furioso.
Pero al acallarse la violencia exterior, también la violencia del sol, la vena rosa se extinguió y las flores comenzaron a ser una revuelta e impalpable mancha acogida a las discretas sombras. Entonces, sólo el despertador mantuvo la guardia, una relativa espera, espera de luz de velador, de transformarse el orden de algunos objetos, su integridad tal vez.
Porque todo era pasivo –o mecánico, el reloj–, aunque dispuesto a servir en cuanto la puerta se abriera.
El vaso, casi repentinamente, alarga su sombra, una sombra liviana y traslúcida, como hecha de agua y cristal; luego, despacio, la contrae y más tarde, con cautela, la extiende de nuevo, pero con otro rumbo.
Otra vez cuando afuera, en el cielo, hay nubes y ruidos como derrumbes subterráneos, el vaso está aterido y tiende a ser algo neto, conciso, también, si es posible, levemente impregnado de azul.
El despertador ha caducado.
Por su inercia cobra vigencia una mosca, entre un sol y otro, entre un sol y otro, pero no más de dos.
El agua se enturbia en el vaso y se hace nido. Como una flor ha sobrenadado su superficie un mosquito y adentro, ahora, prueban profundidad las larvas.
No obstante, este mar manso es cuna letal, agua sin alimento, y al cabo manda arriba los débiles despojos.
La atmósfera quiere desprender su peso creciente sobre las cosas y es una amenaza de todos los días que no puede temerse.
Una piedra, una piedra vulgar de acequia, sin aviso ni apoyo de congéneres consigue lo que antes no logró su familia menos blanca y efímera: la del granizo.
Rasga la castidad del vidrio de la ventana y trae consigo el aire, que es libertad, pero pierde la suya, cayendo prisionera del cuarto.
Sin la unidad que contribuía a hacerlo estable, el vidrio se descuelga de prisa y arrastra en su perdición al hermano hecho vaso. Lo abate con su peso muerto y se confunden las trizas entre una expansión desordenada de agua que, tan de improvisto sin claustro, no sabe que hacerse, va a todas partes, ante todo el papel que resultaba intocable vecino.
La tinta, que fue caligráfica, se vuelve pintora y figura, en azul, barbas, charcos, estalagmitas…
En adelante la ventana a nada se opone. Expedita al aire, una vez permite la brisa que elimina de la mesa el papel, seco y prematuramente viejo; otra, el viento zonda, que atropella el florero y, por si fuera poco, arroja tierra a él y sus flores.
La luz, que solo fue diurna y venía de la ventana, retorna una noche emanando de los filamentos de la lámpara del medio. Las cosas, opacas bajo el polvo, recuperan volumen y diferenciación.
Uno de los zapatos que avanzan entre ellas va sobre el papel como a corregir rigurosidades, en realidad únicamente a ensuciarlo. Así decrépito y embarrado, el papel sube crujiendo hasta la proximidad brillante de unos anteojos. Desciende hasta la mesa de noche y después, con otra luz encima, la del resurrecto velador, tiembla un rato inacabable ante los lentes redondos. Pero no se entrega. No es más un mensaje.
La pureza de la luz solar triunfa sobre el amarillo tenue, ya extemporáneo, que permanecía derivando de los dos focos.
La luz solar, consecuente inspectora, encuentra que todo está. Hay menos orden: la colcha arrugada, cajones abiertos… aunque todo permanece. Faltan del cajón la ropa de hombre una camisa, un pañuelo y un par de medias; pero encima de una silla quedan otra camisa, otro pañuelo y un par de medias, sucios.
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