“La esperanza, es que, si sobrevivimos, habrá arte del otro lado”.
Louise Glück.
Sobre la Pandemia, entrevista del New York Times.
[Louise Glück: nació en 1943 en Nueva York y vive en Cambridge, Massachusetts. Además de escribir, es profesora de inglés en la Universidad de Yale, New Haven, Connecticut. Durante su carrera, recibió varios premios prestigiosos, entre ellos el Premio Pulitzer de poesía (1993), por su obra “The Wild Iris” (El iris salvaje"), el Premio Nacional del Libro (2014) y el Premio de la Academia Americana de Poetas.
Tiene publicadas doce colecciones de poesía y algunos volúmenes de ensayos sobre poesía. Todos ellos se caracterizan por su búsqueda de la claridad. La infancia y la vida familiar, la estrecha relación con los padres y hermanos, es una temática central para esta escritora.
Ha publicado “El triunfo de Aquiles” (1985) y “Ararat” (1990) donde se unen tres características que posteriormente se repiten en su escritura: el tema de la vida familiar, la inteligencia austera y un refinado sentido de la composición. En este 2020, fue distinguida con el Premio Nobel de Literatura, reconocida por “su inconfundible voz poética que con austera belleza hace universal la existencia individual”. En los 120 años de historia del premio, la Academia Sueca -que lo ha dejado exento en varias ocasiones y en otras ha premiado a más de un autor- ha distinguido a 116 escritores, de los que solo 16 son mujeres y el 80 % originario de Europa o América del Norte, con un claro dominio de la lengua inglesa (30 galardonados, con Glück), por delante de la francesa y alemana (14) y española (11)..]
Para conocerla mejor transcribimos una de sus poesías.
Semejanza final
La última vez que vi a mi padre ambos hicimos lo mismo.
El estaba parado en la puerta de su habitación,
esperando que yo acabase de hablar por teléfono.
Que él no estuviera pendiente a su reloj
era una señal de que quería conversar.
Conversar para nosotros siempre significó lo mismo.
El decía algunas palabras, yo decía unas de vuelta.
Y en eso consistía.
Casi terminaba agosto, hacía mucho calor, mucha humedad.
Al lado los trabajadores arrojaban gravilla fresca en la marquesina.
Mi padre y yo evitábamos estar solos;
No lográbamos conectarnos, hablar por hablar.
Era como si no existieran
otras posibilidades.
Así que esta era especial: cuando un hombre se esta muriendo,
hay de que hablar.
Debe haber sido temprano en la mañana. De un lado a otro de la calle
los aspersores empezaron a funcionar. El camión del jardinero
apareció al final de la cuadra
hasta que se detuvo para estacionarse.
Mi padre quería contarme cómo era eso de morirse.
Dijo que no estaba sufriendo.
Dijo que se había quedado esperando el dolor, aguardando, pero nunca vino.
Lo único que sentía era una especie de debilidad.
Le dije lo mucho que me alegraba, que me parecía que tenía suerte.
Algunos de los maridos se subían a sus carros para ir al trabajo.
No gente que conociéramos. Nuevas familias,
familias con niños pequeños.
Las amas de casa se paraban en la marquesina, gritando o haciendo ademanes.
Nos dijimos adiós como acostumbrábamos,
Sin abrazarnos, nada dramático.
Cuando el taxi vino, mis padres lo observaron desde la entrada,
Agarrados de las manos, mi mamá tirando besos como suele hacer,
ya que le molesta cuando una mano no se está usando.
Pero por primera vez, mi padre no sólo se quedó parado ahí.
Esta vez saludó.
Eso mismo hice yo en la puerta del taxi.
Como él, saludé para esconder el temblor de mi mano.
Colaboración de Cecilia B. Stanziani
Comentarios