Si alguien me hubiera dicho que después de dos noches de insomnio y luego de hacer un viaje de 25 horas, tendría que subirme a un auto que no era el mío, y manejar de noche 650 kilómetros, le hubiera respondido que nada podría llevarme a hacer semejante locura, y sin embargo…
Mi viaje a la India empezó a planificarse cuando yo tenía ocho años. Unos amigos de mis padres que vivían en ese país vinieron a visitarnos. Me quedé fascinado escuchando por horas lo que contaban. Luego nos regalaron un cuadro con un elefante y un hombre arriba, pintado de múltiples y llamativos colores, con un detallismo asombroso; pero lo que lo hacía maravilloso y nunca visto, era que estaba dibujado en la hoja de un árbol. ¿Cómo alguien podía tener semejante precisión?
Lo que describían parecía un mundo mágico y exótico. ¿Que el elefante era un animal sagrado? Bueno, eso se entendía. ¿Pero la vaca también? ¿Qué tenía de extraordinaria la vaca para ser sagrada, más allá de ser tema de redacción en la escuela?
Mi mente se lleno de imágenes fantásticas, con palacios enormes, ciudades laberínticas y aventuras increíbles. Para completar mi febril imaginación cayó en mis manos un libro de aventuras extraordinario llamado: “Sandokan, el tigre de la Malasia”. Bueno, a esa edad, para mí Malasia… la India… era todo lo mismo. Es más, confieso que recién acabo de googlear dónde queda Malasia.
Desde entonces deseé conocer ese país soñado y cada tanto leía sobre alguna de sus extrañas costumbres. Fui a ver la película sobre Gandhi el día del estreno. Sin embargo, nunca creí posible que algún día lograría ir. Y los años pasaron con preocupaciones más tangibles como mi profesión de médico o el cuidado de mi hija.
Con Mariana nos conocimos en el hospital (ella es pediatra), ya los dos con muchas vidas anteriores. Con el tiempo nos fuimos afianzando, moderadamente, en lo económico, lo que nos permitió viajar; una vez que ella pudo vencer su pánico a volar… pero eso será para otro relato.
Un día desperté de un sueño muy extraño en el cual ¡Peter Sellers me llevaba personalmente a conocer la India! Se lo comenté a Mariana, quien entre risas me respondió que sería asombroso ese viaje. Desde entonces comenzamos a ahorrar para quizás, algún día…
Pasado el tiempo, Úrsula, la hija de Mariana, cumplía 15 años y Daiana, su fotógrafa, nos comentó la idea de sacar fotos con unos polvos de colores “como los que se usan en la fiesta Holi de la India”. Mariana y yo nos quedamos mirándola, ninguno de los dos había escuchado jamás de esa fiesta. La buscamos en internet y vimos imágenes hermosas de muchísima gente festejando, totalmente cubiertas de colores y bailando entre nubes de las más diversas tonalidades del rojo, el azul, el amarillo, el verde.
Meses después nos llegó un mail ofreciéndonos un tour por el norte de la India, en la fiesta Holi.
–¿Vamos? Son todas señales –le pregunté bromeando y su sonrisa le iluminó el rostro.
Decidimos consultar a Laura, con quien ya habíamos realizado otros viajes. Pasamos algunos días barajando posibilidades y vuelos hasta decidirnos por Ethiopian Airlines con escala en Etiopía, ya que era el más accesible.
El viernes fue la última visita a la agencia de Laura dejando casi todo organizado, el domingo 11 de agosto fueron las PASO 2019 (elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias) y el lunes nos despertamos con la noticia de que el dólar pegó un salto del 20%. “Mirá Mariana, tenemos ya gran parte de los dólares, ¿Cuántas veces pasamos por estas devaluaciones? Vamos a lo de Laura y cerremos ya el viaje o no lo hacemos más”, ese día cancelamos parte del viaje.
En el transcurso de los meses siguientes la moneda se devaluaría como un 70% y además se aplicaría un 30% al valor del dólar para los que viajáramos al exterior. ¡Es tan difícil programar algo en este bendito país!
Cerca de la fecha nos vacunamos contra todo: malaria, hepatitis A, fiebre amarilla, tifoidea. Íbamos preparados para cualquier contratiempo. Lo que nunca llegamos a prever, ni en la peor de nuestras pesadillas, es que el mundo se paralizaría por una terrible pandemia para la que no existía vacuna, hallándonos nosotros en medio de la India.
La ruta 3 se encontraba totalmente desolada. No habíamos cruzado un vehículo desde que dejáramos Buenos Aires. El auto alquilado hacia un ruido extraño, como un roce metálico en el motor que potenciaba la angustia. Mariana venía sumida en sus pensamientos, intentando mantenerse calma, o queriendo disimular su nerviosismo, pero el gesto crispado de sus manos fuertemente entrelazadas la delataban. Para colmo, una densa neblina caía pesadamente sobre la ruta obligándonos a andar todo el tiempo con las luces bajas.
–Te juro que si se me cruza alguien en la ruta lo piso porque seguro es un zombi –le comenté intentando hacer una broma.
–Y yo te juro que si apareciera un zombi no me extrañaría nada –respondió ella con una tenue sonrisa–, pensar que tan solo 25 días atrás nos habíamos ido dejando un mundo normal; como si al subir a ese avión hubiéramos entrado a “la dimensión desconocida”.
Al inicio, nuestro viaje se desarrolló con normalidad. En la escala de Etiopía comenzamos a ver personas con barbijos y los señalábamos con sorna: “Mirá si serán exagerados”. Cuando leíamos las noticias de lo que estaba sucediendo, nos dijimos que a lo sumo sería un bicho más del que cuidarse: solo tomar agua mineral, mucho repelente para mosquitos, nada crudo por la diarrea del viajero, y ponernos alcohol en las manos. “¿No será mucho?”, nos preguntábamos risueños.
Ya en el aeropuerto de Delhi nos esperaba Moon (quien sería nuestro chofer todo el viaje), con una sonrisa que no se le despegaría nunca de la cara y el característico collar de flores. Una vez en el hotel nos presentó a Pradhuman. “Si prefieren díganme Pradhu que es más corto” nos aclararía en perfecto castellano. Al verlo fue como un flash: ¡era igual a Peter Sellers!, aquel sueño se hacía realidad.
Pasados los primeros días el virus ya provocaba destrozos en Italia y se propagaba con fuerza a España; el término covid comenzaba a estar en las conversaciones, sin embargo casi no le prestábamos atención al estar tan maravillados y absortos de todo lo que veíamos. Salvo el uso frecuente del alcohol todo transcurría dentro de lo esperado, hasta que un día observamos a Pradhuman hablando largamente por el celular. Cuando su actitud comenzaba a ser molesta se acercó y con gesto adusto nos comentó que el primer ministro había suspendido las fiestas Holi, por el riesgo de una pandemia. Nos quedamos paralizados sin poder creer tanta mala suerte. “Es una absoluta exageración”, le protestamos a Pradhu ya que no había aun ningún caso en todo el continente. Cuando vio que poco a poco nos íbamos calmando sólo atinó a decir la frase que mejor describe a la cultura hindú: “Estaba escrito, escapa a lo que podamos hacer”.
Desde ese momento, los cambios fueron cada vez más notorios y aunque se producían velozmente, eran tan progresivos que apenas daban tiempo a razonar.
Al principio accedíamos sorprendidos a que la gente pidiera sacarse fotos con nosotros, que los niños vinieran y nos saludaran o quisieran tocarnos, pero a medida que los días transcurrían se fueron acercando cada vez menos; comenzaron a vernos con desconfianza por ser extranjeros ante la posibilidad de contagiarse.
Cuando arribamos al pequeño aeropuerto militar de Jodhpur, notamos por primera vez que la situación se estaba enrareciendo, nos separaron en una fila aparte juntos con otras extranjeros. “Nos discriminan por ser blancos”, me comentó Mariana entre sarcástica y temerosa. Al llegar a una mesa, unos militares nos hicieron un par de preguntas y luego con una pistola apuntaron con una luz roja en la frente de Mariana. Pradhuman me sostuvo del brazo para calmarme, sólo nos iban a tomar la temperatura. Era la primera vez que veíamos esas pistolitas que luego se transformarían en parte del paisaje y con la que nos recibirían en cada lugar que visitáramos o cada vez que entráramos o saliéramos de un hotel.
Poco a poco nos fuimos habituando a hacer colas aparte, a que nos hicieran firmar asegurando no tener síntomas, a que nos pusieran un sello en el dorso de la mano. “¿Ves? Así pasó con los nazis, poco a poco los cambios se acentúan y suceden tan rápido que uno se va sometiendo sin dar tiempo a reaccionar y cuando te querés dar cuenta te segregan. Empiezan con un sello y te terminan tatuando un numero en el antebrazo”, me comentó un hombre mayor mientras esperábamos para entrar al fuerte Mehrangarh.
Muchas de estas cosas hoy ya comienzan a ser parte de nuestra vida y uno las observa con habitualidad, pero en aquel momento, en el otro lado del mundo, no era nada agradable.
Al llegar a Udaipur, el lugar donde se festejaría la fiesta Holi, nos encontramos con otros tours de turistas y todos se veían alegres y despreocupados; también nos anunciaron que aunque no se haría la fogata en palacio real, tendríamos nuestra mini fiesta en un templo. La alegría, el contagio y probablemente la cerveza nos mejoró el ánimo y nos dijimos que quizás estábamos exagerando.
Al otro día conseguimos disfrutar de esa colorida fiesta bailando al son de su música y llenos de polvos de colores. Holi, es la celebración del bien sobre el mal, la fiesta de los colores, el rojo refleja el amor y la fertilidad, el azul es el color de Krishna, el amarillo el de la cúrcuma y el verde simboliza la primavera y los nuevos comienzos. A pesar de la prohibición, la mayoría del pueblo no estuvo de acuerdo en abandonar una costumbre milenaria como la India misma, que además nunca se había suspendido. ¿Justo este año tenía qué pasar? Luego disfrutamos recorriendo sus calles, viendo a todos pintados y a niños jugando a tirarse con agua. Nos sumergimos en esa maravillosa fiesta sin importarnos en lo más mínimo el coronavirus ni ningún otro tipo de germen.
Sin embargo, esta jubilosa indiferencia no duró mucho, la preocupación fue nuestra fiel compañera; al llegar a los hoteles por la noche pasábamos todo el tiempo leyendo las noticias que eran cada vez más preocupantes.
Un día, Mariana miró el celular y alarmada me dijo: “La OMS declara la pandemia”. Creo que recién ahí tomamos cabal conciencia de la magnitud de lo que estaba pasando.
Las luces cortaban la noche cerrada para iluminar una ruta desértica. Nos hubiera encantado cruzarnos algún auto pero continuábamos siendo los únicos en kilómetros a la redonda; o en toda la 205.
– ¿Estarán cerradas las estaciones de servicios? –preguntó retóricamente Mariana.
–Qué sé yo, la verdad que diría que es imposible, pero ¿cuántas veces dijimos en este viaje que no podía pasar, y pasó?
Al salir a la ruta no supimos si podríamos cargar nafta o si algún control policial nos impediría circular. El principal objetivo era llegar a Salliqueló antes de medianoche para poder abastecernos y después, Dios dirá.
–Te juro que me siento como si fuéramos criminales, narcotraficantes.
–Somos Bonnie and Clyde, salvo que el crimen que cometimos fue irnos de vacaciones –le comenté y le arranqué la primera sonrisa del viaje.
Logramos llegar a la YPF minutos antes de la medianoche. Cuanto le pregunté al empleado si sabía si las estaciones iban a estar abiertas me respondió que nadie sabía nada de nada, pero que ellos en media hora cerraban.
Volví al auto pensando que aun con el tanque lleno no llegaríamos a Bahía.
A partir de ese día, las noticias nos alarmaban cada vez más: “Cierran las fronteras Italia y España”, “Colapsa el sistema de salud”, “Cancelan todos los vuelos a Europa”. Nos daba la sensación de encontrarnos en una película de ciencia ficción. Es difícil describir lo que se va sintiendo cuando uno atraviesa una situación que jamás se ha vivido y ni remotamente esperado. Me sentía en una irrealidad, observando toda la situación con cierto temor carente de sentimientos, pensando que era imposible que esto nos estuviera pasando pero a la vez sopesando todo lo que podía llegar a suceder.
Mientras tanto, el paisaje en la India se iba transformando, se incrementaba cada vez más la gente que tapaba sus bocas. Nosotros seguíamos insistiendo que no era necesario y que la OMS (nuestra organización madre e incuestionable… al menos hasta ese momento) no recomendaba su uso. También nos dimos cuenta de que nos rehuían y algunos nos miraban y murmuraban frases incomprensibles, pero distinguíamos muy bien la palabra: “corona”. Pasamos a ser los extranjeros que les llevábamos el virus.
En el último día en Udaipur nos enteramos del primer caso en la India y al llegar a Pushkar las noticias eran aun peores: ya no daban más visas de extranjeros; el mundo parecía cerrarse a nuestro alrededor dando una inquietante sensación de claustrofobia.
Al ingresar al hotel en esta ciudad nos informaron que el grupo de italianos que había introducido el virus en ese país, había estado en ese hotel una semana atrás. “¡Ah, pero precisamos una ristra de ajo!”, exclamó Mariana en la habitación, mitad en risa mitad en serio. Comenzamos a preguntarnos si habrían desinfectado bien. A partir de ese día nos volvimos obsesivos y nos lavábamos o nos colocábamos alcohol a cada instante.
Unos días después, ya en Jaipur, suspendieron todos los viajes en tren, el principal medio de locomoción de la India. Una mañana, con cara de preocupación, Pradhuman nos comentó que habían cerrado la frontera; ya nadie podía entrar al país.
Es difícil explicar la sensación de vulnerabilidad y desprotección que se va apoderando de uno. Tengo la enorme fortuna de haber logrado hacer muchos viajes alrededor del mundo y pasar por innumerables situaciones; hasta la de quedar varados unos días en España cuando la erupción del volcán Copahue en el 2012 con la incertidumbre de no saber cuándo se podría volver (pensé que nunca viviría nada igual a eso, ¡qué iluso!). Pero en todas esas situaciones uno siempre tenía alternativas, a lo sumo se debía optar por uno u otro camino. Hasta en la situación del volcán se podía optar por viajar a Brasil y de ahí regresar a la Argentina por ruta. Acá nos encontrábamos en una situación que el mundo nunca había vivido. Andábamos sobre un terreno inexplorado y lleno de arenas movedizas. Nunca en mi vida me había pasado que de pronto los aviones dejaran de surcar los cielos o que los países cerraran sus fronteras. El mundo se había vuelto loco y nosotros nos hallábamos a 16.000 kilómetros de nuestra casa.
A pesar de todo intentábamos, y en gran parte lo logramos, evitar que durante el día las preocupaciones nos impidieran disfrutar de este bello y exótico país. Pradhuman, que a esta altura se la pasaba hablando por el celular (me hubiera encantado entender algunos de esos diálogos), se las fue ingeniando para que no perdiéramos las atracciones más importantes que teníamos programadas, aunque eso empezaba a inquietarnos cada vez menos y cada vez más preocuparnos por el regreso a nuestro país. Sin embargo, cuando nos comentó que estaba intranquilo porque se iba a cerrar el Taj Mahal nos quedamos estupefactos: ¡Viajar a la India y no poder ver el Taj Majal!, sólo a nosotros nos podía ocurrir.
A esta altura casi no nos cruzábamos con extranjeros. Los desayunos en los hoteles saltaron de ser ruidosos y con mucha gente hablando en diferentes idiomas, a ser muy silenciosos y con algunas personas desperdigadas en solitarias mesas. El último día en Jaipur estuvimos solos en el hotel.
La gran mayoría de los lugares que habíamos visitado estaban cerrados, muchos al siguiente día del que estuvimos. La sensación era como si fuéramos corriendo por un pasillo lleno de puertas de metal y apenas lográbamos franquear una, se cerraba detrás nuestro con un fuerte sonido.
A la mañana siguiente, Pradhu nos propuso adelantar la visita al Taj Majal porque el rumor de que se iba a cerrar era cada vez mayor. En ese momento ya nos había confesado que gran parte del tiempo dedicado a hablar por el celular, había sido con la agencia haciendo malabares para que nos perdiéramos lo menos posible. Moon, para cambiar de tema, comentó que su familia estaba muy preocupada, que creía que él estaba en una zona de guerra, pero que él los tranquilizaba diciendo que estaba con dos médicos.
El viaje en la ruta, que normalmente aprovechábamos para agobiar a preguntas a Pradhuman, se realizó en completo silencio. Solo en un momento una carcajada de Moon, que además de chofer, fue el encargado de hacernos sentir bien con su eterna sonrisa y amabilidad, nos sacó de nuestros pensamientos. Nos comentó que le mandaron un mensaje donde decía que “las samosas” (especies de empanadas muy picantes, difundidas por todas las calles de la India) ahora no serían tan ricas porque estaban obligando a quien las hacía a lavarse las manos.
Al llegar a Agra fuimos directamente al Taj Mahal. El solo hecho de pensar que casi no llegamos a verlo, hizo que lo apreciáramos al máximo. Creíamos que después de ver numerosos palacios increíbles no nos llamaría tanto la atención, pero es realmente de una belleza incuestionable y sin duda una de las 7 maravillas del mundo.
Ése fue el último día que se pudo visitar. Otra puerta de metal cerrándose casi en nuestras espaldas.
Retornamos a Delhi esa noche y como habíamos adelantado el itinerario, nos quedaban dos días para regresar. Dos días de total angustia e incertidumbre como jamás pensamos transitar.
En hall del hotel nos despedimos de Moon que con su radiante sonrisa y el característico saludo de juntar ambas manos frente a su pecho, fue como si nos diera el más reconfortante de los abrazos. Sería bueno que incorporáramos este saludo al volver me diría después Mariana. Pradhu nos envolvió con su mirada y sólo comentó: “recuerden, está escrito”
Ni bien llegamos a la habitación, mientras comenzábamos a desempacar, Mariana observó el celular y se quedó petrificada: ¡Argentina había cerrado las fronteras a todos los vuelos! La peor pesadilla comenzaba a hacerse tangible.
Evaluábamos todo lo que podía ocurrir e intentábamos ver qué haríamos en cada situación. Sin embargo, a esta altura ya nos habíamos quedado sin herramientas. ¿Qué hacer cuando el mundo cierra todas las fronteras y ya no se puede ingresar ni al propio país?
Cuando estábamos por llegar a la autopista que une Azul con Olavarría (íbamos por la ruta 51) divisamos una luces intermitentes.
–Con todo lo que venimos pasando te digo que es un ovni o es la policía.
–Prefiero que sea un ovni porque si no estamos cagados.
Al acercarnos, un agente nos hizo señas para que nos detuviéramos.
–Documentación, por favor.
Intenté explicarle que era un auto alquilado y que veníamos de viaje (cómo explicarle todo lo que nos había sucedido), pero luego de revisar los papeles me interrumpió:
– ¿No saben que no se puede circular?
Comenzamos a ver las noticias desesperados y leímos que los vuelos cancelados eran de países en “zona de riesgo” y, por una de esas cosas de la vida, la India no pertenecía a esos países.
Intentamos calmarnos y ver si podíamos adelantar el vuelo. Nos comunicamos con Laura, quien a esta altura estaba tan preocupada como nosotros y fue nuestro sostén muchas veces aunque nada pudiera hacer. “¿Están seguros, de adelantar el vuelo? Les va a salir una fortuna”, nos comentó, pero nosotros entendíamos que con el vértigo de los acontecimientos un día era una eternidad y el dinero que por suerte teníamos (es tan curioso como tan rápido pueden cambiar las perspectivas, sólo unos días atrás habríamos pensado que tener que pagar otro vuelo hubiera sido catastrófico) empezaba a ser secundario antes la perspectiva de no poder regresar. Al rato nos volvió a llamar para darnos la mala noticia de que era imposible porque el avión estaba completo.
Muchísima gente había quedado varada, principalmente en Europa, sin poder regresar al país. ¡Inconcebible! No entraba en nuestras cabezas.
¿Cómo era posible que 20 días atrás hubiéramos salido a unas agradables vacaciones y ahora existía la posibilidad de que no pudiéramos volver a nuestro país?
Deseábamos calmarnos con pensamientos que hoy parecen tan ingenuos: “Si la línea aérea no sale nos tendrán que enviar con otra aerolínea”, “la agencia tendrá que ocuparse de ver cómo nos regresa”, “bueno, en todo caso de retrasarse unos días los vuelos, la embajada nos dará cobijo”, “la visa se nos vence en una semana y ahí tendrán que repatriarnos”.
¿Cómo íbamos a imaginar que hasta los hoteles cerrarían, que las aerolíneas dejarían de volar y que todas las alternativas para volver dejarían de existir?
Comenzamos a leer relatos inverosímiles de gente varada en distintas partes del mundo. A un pasajero por tener pasaporte italiano no lo dejaron seguir y quedó encerrado en una habitación en un pueblo perdido de Ucrania, ¿qué habrá sido de él? Gente durmiendo varios días agolpadas en aeropuertos intentando desesperadamente tomar un avión y quedándose sin comida porque todos los puestos cerraban. Una familia que había ido a esquiar a un pueblo en Francia y permanecían allí sin tener adonde estar, porque se había ido todo el mundo y a ellos no los dejaban andar en la ruta. “El paraíso se había transformado en un infierno”.
Mientras tanto, nos decían que nuestro vuelo por el momento salía, pero que no nos podían asegurar que al día siguiente lo hiciera.
Enviamos mensajes a la embajada y si bien nos contestaron enseguida, no nos podían garantizar nada. La angustia era tanta que escuchar al menos una voz amable nos tranquilizó… aunque no mucho.
El mundo se había vuelto patas arriba y las reglas del juego habían cambiado abruptamente.
Permanecimos esos días encerrados en la habitación, sólo bajando para desayunar, en un lugar ya con poco personal, mucho menos comida y casi sin extranjeros. En la última salida a la calle, nos miraban en forma muy extraña por lo que decidimos no salir más del hotel. En un momento dejé la habitación y pregunté a alguien de limpieza dónde quedaba el gimnasio (estaba con demasiada carga de adrenalina y el encierro era sofocante, tenía que descargar tensiones de alguna manera). El hombre comenzó a hacerme señas de que no entendía, me lo quedé mirando y me señaló un cartelito prendido en su solapa que informaba que era sordo. “Ah, pero me pasan todas”, pensaba para mí, hasta que entendí: que me pusiera barbijo y que todos los sectores del hotel estaban cerrados para extranjeros… Prudentemente decidimos de ahí en más permanecer en la habitación.
Un día en Udaipur, al volver al hotel, un guarda me tomó la temperatura, la miró y me la volvió a tomar. Empezó a discutir con nuestro guía y no era necesario entender indi para saber de qué hablaban. Me la volvió a tomar una vez más y cuando yo ya estaba entrando en pánico, de mala gana nos dejó pasar. Pradhuman nos comentó que le daba 37º. ¿Y qué pasa si me daba más, no nos dejaban entrar?, le pregunté irónicamente y él, como solía hacer cuando no tenía una respuesta clara, sólo se encogió de hombros. Eso fue fatal porque me di cuenta de que el problema no era la posibilidad lejana de contraer el coronavirus, sino que una simple gripe nos podía poner en cuarentena o que no nos dejaran subir al avión por tener fiebre. Desde ese momento me volví hipocondríaco, tuve todos los síntomas habidos y por haber, cada vez que me ponían la pistolita en la cabeza se me salía el corazón del pecho. Todos los días me levantaba con fiebre, constantemente me faltaba el aire, le pedía a Mariana que me pusiera la mano en la frente por si tenía temperatura; en un momento fuimos a un pequeño local a cambiar dólares y un mosquito estuvo revoloteando a mi alrededor y yo como loco tratando de atraparlo mientras el hombre me miraba algo atemorizado. Yo, que siempre fui tan despreocupado, me lavaba los dientes con agua mineral y hasta pedía que apagaran el aire acondicionado para no resfriarme. Era todo tan loco que hasta un resfrío podía hacer que no pudiéramos volver y tener conciencia de eso me hacía sentir cada vez peor.
Sin embargo, a pesar de todos los recaudos no pude evitar esos últimos días ir al baño y casi fui succionado por el inodoro; salí tan pálido que Mariana se asustó. “Lo que faltaba, tengo diarrea del viajero”. Tomé todo el arsenal anti que llevábamos y por suerte lo superé.
El último día fue sin dudas el peor. El tiempo no transcurría, los minutos eran horas y las horas días, el reloj parecía que retrocedía cada vez que lo miraba. Fuimos por nuestro escaso desayuno y salimos a un local que aún permanecía abierto para comprar barbijos (OMS y la p…) y volver enseguida al cuarto. Caminaba de un lado a otro de la habitación como un león enjaulado, Mariana me miraba extrañada, nunca me había visto así. Por suerte, ella se mantuvo más calma que yo (lo que se podía lograr estar calmo en esa situación) y fue un pilar en el que me sostuve.
El resto del día nos dedicamos a rogarles a las 33 millones de deidades Indias (aun cuando ninguno de los dos nos destacamos por ser religiosos ni tener tanta memoria como para recordar sus nombres) que saliera el avión. Ya todas las aerolíneas habían cancelados sus vuelos y Ethiopian era una de las pocas que podían ingresar. Innumerable cantidad de gente varada sin posibilidad de regreso en todas partes del mundo.
Lo inverosímil había pasado a ser verosímil.
Solicitamos que nos vinieran a buscar cinco horas antes del horario por las dudas. Decidimos hacer el check out y esperar un tiempo en el hall del hotel, la habitación se había vuelto insoportable.
La combi fue puntual y nos dejó en el aeropuerto, pero al ir al stand casi desfallecemos: el vuelo estaba retrasado.
Mariana, más rápida de reflejos, le explicó al policía que no nos quedaba otra opción y comenzó un largo relato de todo lo que nos venía aconteciendo. No sé si porque logró conmoverlo o porque ya no quiso escucharla, pero nos devolvió la documentación advirtiéndonos que llegáramos rápido a destino ya que si nos volvían a parar en otro lugar tenían la orden de no dejar circular a nadie.
Sin embargo, la alegría no nos duró mucho, al llegar a Olavarría todas las estaciones estaban cerradas.
–Tranquila –le comenté–, todavía nos queda la estación de Pringles.
– ¿Y vos crees que si acá están cerradas, la de Pringles va a estar abierta?
–Veremos –le respondí mientras bajaba la velocidad para gastar menos nafta.
En la tensa espera, en el aeropuerto Indira Gandhi de Delhi, leímos que nuestro presidente, Alberto Fernández, había decretado que se prohibían los viajes en todo el país por el fin de semana largo (nosotros llegaríamos el viernes a la noche cuando comenzaba el feriado). Por lo tanto, en Buenos Aires, si es que lográbamos llegar, el vuelo hasta Bahía Blanca que teníamos reservado, había sido cancelado. Si bien tengo familia en Capital, no podíamos estar con ellos porque al venir del extranjero teníamos que permanecer en cuarentena y al entrar en contacto con nosotros, a ellos les pasaría otro tanto. Por el mismo motivo tampoco podíamos pedir que alguien nos fuera a buscar. Podíamos quedarnos esos cuatros días en Buenos Aires, pero ¿qué hotel nos iba a recibir sabiendo que veníamos del extranjero? Esa sensación continua de ir convirtiéndonos en unos excluidos no fue bastante desagradable.
Nuestras mentes funcionaban a mil intentando hallar una solución mientras mirábamos cada minuto si se anunciaba de una buena vez la salida de nuestro vuelo, hasta que a Mariana se le ocurrió que podíamos alquilar un auto. Después de intentar en varias compañías logramos conseguir un coche.
En un instante se me cruzó un pensamiento inquietante: “¿Existía la posibilidad de que el avión no saliera de Etiopía y nos dejara varados allí?”. Un frío me recorrió la espalda. ¿Dejaríamos de preocuparnos en algún momento? Envié un mensaje a Laura en un intento de buscar seguridad preguntándole si era posible que una aerolínea dejara a sus pasajeros en una escala; su respuesta no me tranquilizó: algunas aerolíneas lo estaban haciendo. Decidí no comentarle nada a Mariana
Cuando por fin llamaron a embarcar, todos aplaudimos felices, pero la angustia no disminuiría, el temor de quedar varados en Etiopía me impidió pegar un ojo en todo el viaje. Para colmo, las historias que escuchábamos de las peripecias que pasaron muchos pasajeros para abordar el mismo vuelo nuestro, eran escalofriantes. (Nuestro avión era uno de los pocos que ingresaba a Argentina, y los turistas venían de todas partes) Al escucharlos se nos ponían los pelos de punta, era gente que había tomado hasta tres aviones, otros que habían pagado precios exorbitantes para conseguir un asiento. Casi todos venían de Europa escapando del horror, muchos de ellos personas mayores ya jubiladas, y nos daba terrible pena escucharlos.
Etiopía fue un suplicio de incertidumbres durante cinco horas que prefiero no describir para que el relato no sea redundante, pero me quedó la sensación de que en África las agujas de los relojes se mueven en una lentitud exasperante.
En un momento mariana levanta la vista y saliendo de sus pensamientos con sorna me comenta: “si nos quedamos acá ¿quién podrá defendernos?”, “yo, Sandokan” respondí inmediatamente recordando mi literatura infantil, “¿San quién?, me preguntó asombrada, “no importa deja, es que al Chapulín no lo van a dejar venir”
Si bien en un principio nos había alegrado contactarnos con otros argentinos, con el transcurso de las horas nos fuimos apartando para no escuchar más, las noticias eran de los más variadas y terribles.
En cierto momento observo a una anciana sentada a mi lado restregándose las manos, para intentar tranquilizarla le comenté que ya faltaba poco, “si sale este vuelo estamos salvados”. “No, querido –me respondió–, ayer salió un avión y en pleno vuelo lo hicieron volver porque el país no le permitía ingresar”. Decidí ponerme los auriculares y no escuchar nada más que música.
Se volvieron a repetir los aplausos al anunciar el arribo, aunque la alegría aún no era plena, faltaba la escala en San Pablo. ¿Nos dejarían ingresar, ya que Brasil estaba en la zona de riesgo? Indudablemente las preocupaciones serían nuestras fieles compañeras hasta llegar.
Pero por suerte el arribo a Brasil fue sin contratiempos. Bajaron pasajeros, los que continuábamos afortunadamente nos quedamos arriba, y subieron tantas personas que en un momento temimos que algunos viajarían parados. “Al menos ya estamos en América”, me comentó Mariana sonriendo, ahora sólo debíamos evitar contagiarnos de todos los que subieron provenientes de países en zona de riesgo…”
– ¿Cuánto falta para la estación de Pringles? –me preguntó Mariana sacándome del ensimismamiento.
–No mucho –le contesté–. Pero si no está abierta, a Bahía no llegamos.
– ¡Creo que las luces están prendidas! –exclamó Mariana con alegría al divisar la estación.
–Sí, pero esperemos, en Olavarría también y no salió nadie.
Estacioné el auto frente al surtidor y luego de hacer tiempo unos minutos toqué la bocina.
– ¿Tendremos que pasar los quince días de cuarentena en esta estación?
– No, te juro que ya no me importa nada, cargo nafta igual y les dejo la guita debajo de la puerta.
– ¿Y si los surtidores no funcionan? –la pregunta quedó flotando en el aire.
¡Al fin llegamos a Argentina! Daban ganas de besar el suelo, les juro. El aeropuerto se había transformado completamente, no tenía nada que ver con el que habíamos dejado menos de un mes atrás… ¡menos de un mes! Más que aeropuerto tenía aspecto de hospital, estaba casi desértico y el poco personal completamente cubiertos con ambos blancos y máscaras. Nos hicieron pasar por un pasillo angosto y al llegar al final un pequeño grupo de personas contemplaban un televisor, me quedé un instante y observé que en la pantalla se veía la silueta de todas las personas en rojo y si alguien tenía fiebre saldría verde. “Parece una película de ciencia ficción, no?”, me comentó uno de ellos. Sí, sin lugar a dudas continuábamos en la dimensión desconocida.
De todos modos no tuvimos mucho tiempo para disfrutar ya que, preocupados por el retraso del avión, recogimos rápido las valijas y sin siquiera pasar por el baño fuimos a buscar el auto.
“Tuvieron suerte, es el último auto que nos queda, llegaban 5 minutos después y cerrábamos el boliche”. Cuando intentamos explicarle que teníamos el auto pago y que nos habían dicho que ellos estaban abiertos las 24 hs. se sonrió y mirándonos con cierta pena nos comentó que se había decretado la cuarentena por quince días (en aquel momento iban a ser quince días), y que ahora ni siquiera los autos podían circular por la ruta… ¡Pensar que creímos que ya habíamos superado la capacidad de asombro!
A pesar de todo, decidimos salir igual (tampoco nos quedaba otra posibilidad), sin saber si nos iban a parar o si las estaciones de servicio estarían abiertas.
Estaba por tocar la bocina otra vez cuando alguien se asomó y, tras un largo bostezo, como ajeno a todo lo que estaba sucediendo, me preguntó si Súper o Infinia. Me deben haber hecho esa pregunta infinidad de veces, pero nunca respondí con tanta felicidad, tuve que hacer un enorme esfuerzo para no estrecharlo en un fuerte abrazo.
Los últimos 200 km, a pesar de la intensa neblina y ese ruidito que seguía sonando en el motor, fue sin contratiempo. 200 km ya era como estar en casa.
Jamás imaginamos alegrarnos tanto al ver las luces de nuestra ciudad. Al llegar ni siquiera bajamos las valijas.
¿Cómo explicarles el placer de volver a dormir en nuestra cama? ¿Cómo explicar que leíamos a todos quejarse por tener que pasar 14 días sin salir y nosotros lo que más deseábamos era pasar esos días en nuestra casa?
Al despertarnos al otro día, la tan confortante y estimada seguridad de nuestro hogar nos parecía increíble, un sueño. Desayunar con unos mates: puro placer.
Cuando ya más tranquilos vimos las noticias, leímos que el nuestro había sido el último vuelo. Nos quedamos mirándonos en silencio… por tan solo “un día” no nos quedamos varados allá. Creo que recién en ese momento tomamos cabal conciencia del riesgo que corrimos; y mucho más aún en los días que siguieron cuando nos enteramos de todos los que quedaron en el exterior librados a la buena de Dios. Una vez más la puerta de metal cerrando apenas después de atravesarla.
Está bien que nadie estaba preparado, ni a la altura de las circunstancias, que a todo el mundo lo tomó desprevenido, y que el bien común está sobre el bien individual; pero se podrían haber tomado medidas, como las que después se implementaron, de poner en cuarentena en hoteles a los que llegaban o las embajadas hubieran brindado un lugar donde hospedar adonde había gente sin posibilidad de volver a sus hogares. ¿Salía dinero? Seguro que sí, pero por favor, se gasta tanto en otras cosas… todos lo sabemos. Muchos comentaban: “que se embromen por haberse ido en medio de una pandemia”, quizás sí, pero muchos otros, como nosotros, se fueron antes, algunos eran ancianos que habían cometido el terrible pecado de haber viajado al exterior a ver a sus nietos. No quiero polemizar con este tema y se puede tener una opinión distinta, pero considero que deshumanizarnos, perder la individualidad en medio de una tragedia, es lo peor que puede sucedernos.
Como todo en la vida se puede ver el vaso medio lleno o medio vacío. Podríamos quejarnos de nuestra espantosa mala suerte, decir que justo viajamos y se desató una pandemia y muchas otras cosas más. Pero cuando, más tranquilos, logramos analizar todo lo sucedido, agradecimos la suerte que tuvimos. Suerte que el virus llegó tarde a la India (en la fecha en que estoy escribiendo está haciendo estragos). Suerte que tomamos el vuelo de Ethiopian porque era más barato y Etiopía, cuando hicimos escala, no tenía ni un caso. Suerte que a pesar de las terribles circunstancias logramos ver casi todo lo que nos habíamos propuesto. Suerte que nuestra aerolínea fue una de las pocas que voló hasta último momento. Suerte que por un día no nos quedamos allá.
Sólo nos quedó agradecerles a las 33 millones de deidades antes que se despidieran y volvieran a la India.
Desgraciadamente, hasta el momento, aún no hemos logrado escapar de la dimensión desconocida en la que entramos al subir a ese avión.
Por Pablo Curino
Mi viaje a la India empezó a planificarse cuando yo tenía ocho años. Unos amigos de mis padres que vivían en ese país vinieron a visitarnos. Me quedé fascinado escuchando por horas lo que contaban. Luego nos regalaron un cuadro con un elefante y un hombre arriba, pintado de múltiples y llamativos colores, con un detallismo asombroso; pero lo que lo hacía maravilloso y nunca visto, era que estaba dibujado en la hoja de un árbol. ¿Cómo alguien podía tener semejante precisión?
Lo que describían parecía un mundo mágico y exótico. ¿Que el elefante era un animal sagrado? Bueno, eso se entendía. ¿Pero la vaca también? ¿Qué tenía de extraordinaria la vaca para ser sagrada, más allá de ser tema de redacción en la escuela?
Mi mente se lleno de imágenes fantásticas, con palacios enormes, ciudades laberínticas y aventuras increíbles. Para completar mi febril imaginación cayó en mis manos un libro de aventuras extraordinario llamado: “Sandokan, el tigre de la Malasia”. Bueno, a esa edad, para mí Malasia… la India… era todo lo mismo. Es más, confieso que recién acabo de googlear dónde queda Malasia.
Desde entonces deseé conocer ese país soñado y cada tanto leía sobre alguna de sus extrañas costumbres. Fui a ver la película sobre Gandhi el día del estreno. Sin embargo, nunca creí posible que algún día lograría ir. Y los años pasaron con preocupaciones más tangibles como mi profesión de médico o el cuidado de mi hija.
Con Mariana nos conocimos en el hospital (ella es pediatra), ya los dos con muchas vidas anteriores. Con el tiempo nos fuimos afianzando, moderadamente, en lo económico, lo que nos permitió viajar; una vez que ella pudo vencer su pánico a volar… pero eso será para otro relato.
Un día desperté de un sueño muy extraño en el cual ¡Peter Sellers me llevaba personalmente a conocer la India! Se lo comenté a Mariana, quien entre risas me respondió que sería asombroso ese viaje. Desde entonces comenzamos a ahorrar para quizás, algún día…
Pasado el tiempo, Úrsula, la hija de Mariana, cumplía 15 años y Daiana, su fotógrafa, nos comentó la idea de sacar fotos con unos polvos de colores “como los que se usan en la fiesta Holi de la India”. Mariana y yo nos quedamos mirándola, ninguno de los dos había escuchado jamás de esa fiesta. La buscamos en internet y vimos imágenes hermosas de muchísima gente festejando, totalmente cubiertas de colores y bailando entre nubes de las más diversas tonalidades del rojo, el azul, el amarillo, el verde.
Meses después nos llegó un mail ofreciéndonos un tour por el norte de la India, en la fiesta Holi.
–¿Vamos? Son todas señales –le pregunté bromeando y su sonrisa le iluminó el rostro.
Decidimos consultar a Laura, con quien ya habíamos realizado otros viajes. Pasamos algunos días barajando posibilidades y vuelos hasta decidirnos por Ethiopian Airlines con escala en Etiopía, ya que era el más accesible.
El viernes fue la última visita a la agencia de Laura dejando casi todo organizado, el domingo 11 de agosto fueron las PASO 2019 (elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias) y el lunes nos despertamos con la noticia de que el dólar pegó un salto del 20%. “Mirá Mariana, tenemos ya gran parte de los dólares, ¿Cuántas veces pasamos por estas devaluaciones? Vamos a lo de Laura y cerremos ya el viaje o no lo hacemos más”, ese día cancelamos parte del viaje.
En el transcurso de los meses siguientes la moneda se devaluaría como un 70% y además se aplicaría un 30% al valor del dólar para los que viajáramos al exterior. ¡Es tan difícil programar algo en este bendito país!
Cerca de la fecha nos vacunamos contra todo: malaria, hepatitis A, fiebre amarilla, tifoidea. Íbamos preparados para cualquier contratiempo. Lo que nunca llegamos a prever, ni en la peor de nuestras pesadillas, es que el mundo se paralizaría por una terrible pandemia para la que no existía vacuna, hallándonos nosotros en medio de la India.
La ruta 3 se encontraba totalmente desolada. No habíamos cruzado un vehículo desde que dejáramos Buenos Aires. El auto alquilado hacia un ruido extraño, como un roce metálico en el motor que potenciaba la angustia. Mariana venía sumida en sus pensamientos, intentando mantenerse calma, o queriendo disimular su nerviosismo, pero el gesto crispado de sus manos fuertemente entrelazadas la delataban. Para colmo, una densa neblina caía pesadamente sobre la ruta obligándonos a andar todo el tiempo con las luces bajas.
–Te juro que si se me cruza alguien en la ruta lo piso porque seguro es un zombi –le comenté intentando hacer una broma.
–Y yo te juro que si apareciera un zombi no me extrañaría nada –respondió ella con una tenue sonrisa–, pensar que tan solo 25 días atrás nos habíamos ido dejando un mundo normal; como si al subir a ese avión hubiéramos entrado a “la dimensión desconocida”.
Al inicio, nuestro viaje se desarrolló con normalidad. En la escala de Etiopía comenzamos a ver personas con barbijos y los señalábamos con sorna: “Mirá si serán exagerados”. Cuando leíamos las noticias de lo que estaba sucediendo, nos dijimos que a lo sumo sería un bicho más del que cuidarse: solo tomar agua mineral, mucho repelente para mosquitos, nada crudo por la diarrea del viajero, y ponernos alcohol en las manos. “¿No será mucho?”, nos preguntábamos risueños.
Ya en el aeropuerto de Delhi nos esperaba Moon (quien sería nuestro chofer todo el viaje), con una sonrisa que no se le despegaría nunca de la cara y el característico collar de flores. Una vez en el hotel nos presentó a Pradhuman. “Si prefieren díganme Pradhu que es más corto” nos aclararía en perfecto castellano. Al verlo fue como un flash: ¡era igual a Peter Sellers!, aquel sueño se hacía realidad.
Pasados los primeros días el virus ya provocaba destrozos en Italia y se propagaba con fuerza a España; el término covid comenzaba a estar en las conversaciones, sin embargo casi no le prestábamos atención al estar tan maravillados y absortos de todo lo que veíamos. Salvo el uso frecuente del alcohol todo transcurría dentro de lo esperado, hasta que un día observamos a Pradhuman hablando largamente por el celular. Cuando su actitud comenzaba a ser molesta se acercó y con gesto adusto nos comentó que el primer ministro había suspendido las fiestas Holi, por el riesgo de una pandemia. Nos quedamos paralizados sin poder creer tanta mala suerte. “Es una absoluta exageración”, le protestamos a Pradhu ya que no había aun ningún caso en todo el continente. Cuando vio que poco a poco nos íbamos calmando sólo atinó a decir la frase que mejor describe a la cultura hindú: “Estaba escrito, escapa a lo que podamos hacer”.
Desde ese momento, los cambios fueron cada vez más notorios y aunque se producían velozmente, eran tan progresivos que apenas daban tiempo a razonar.
Al principio accedíamos sorprendidos a que la gente pidiera sacarse fotos con nosotros, que los niños vinieran y nos saludaran o quisieran tocarnos, pero a medida que los días transcurrían se fueron acercando cada vez menos; comenzaron a vernos con desconfianza por ser extranjeros ante la posibilidad de contagiarse.
Cuando arribamos al pequeño aeropuerto militar de Jodhpur, notamos por primera vez que la situación se estaba enrareciendo, nos separaron en una fila aparte juntos con otras extranjeros. “Nos discriminan por ser blancos”, me comentó Mariana entre sarcástica y temerosa. Al llegar a una mesa, unos militares nos hicieron un par de preguntas y luego con una pistola apuntaron con una luz roja en la frente de Mariana. Pradhuman me sostuvo del brazo para calmarme, sólo nos iban a tomar la temperatura. Era la primera vez que veíamos esas pistolitas que luego se transformarían en parte del paisaje y con la que nos recibirían en cada lugar que visitáramos o cada vez que entráramos o saliéramos de un hotel.
Poco a poco nos fuimos habituando a hacer colas aparte, a que nos hicieran firmar asegurando no tener síntomas, a que nos pusieran un sello en el dorso de la mano. “¿Ves? Así pasó con los nazis, poco a poco los cambios se acentúan y suceden tan rápido que uno se va sometiendo sin dar tiempo a reaccionar y cuando te querés dar cuenta te segregan. Empiezan con un sello y te terminan tatuando un numero en el antebrazo”, me comentó un hombre mayor mientras esperábamos para entrar al fuerte Mehrangarh.
Muchas de estas cosas hoy ya comienzan a ser parte de nuestra vida y uno las observa con habitualidad, pero en aquel momento, en el otro lado del mundo, no era nada agradable.
Al llegar a Udaipur, el lugar donde se festejaría la fiesta Holi, nos encontramos con otros tours de turistas y todos se veían alegres y despreocupados; también nos anunciaron que aunque no se haría la fogata en palacio real, tendríamos nuestra mini fiesta en un templo. La alegría, el contagio y probablemente la cerveza nos mejoró el ánimo y nos dijimos que quizás estábamos exagerando.
Al otro día conseguimos disfrutar de esa colorida fiesta bailando al son de su música y llenos de polvos de colores. Holi, es la celebración del bien sobre el mal, la fiesta de los colores, el rojo refleja el amor y la fertilidad, el azul es el color de Krishna, el amarillo el de la cúrcuma y el verde simboliza la primavera y los nuevos comienzos. A pesar de la prohibición, la mayoría del pueblo no estuvo de acuerdo en abandonar una costumbre milenaria como la India misma, que además nunca se había suspendido. ¿Justo este año tenía qué pasar? Luego disfrutamos recorriendo sus calles, viendo a todos pintados y a niños jugando a tirarse con agua. Nos sumergimos en esa maravillosa fiesta sin importarnos en lo más mínimo el coronavirus ni ningún otro tipo de germen.
Sin embargo, esta jubilosa indiferencia no duró mucho, la preocupación fue nuestra fiel compañera; al llegar a los hoteles por la noche pasábamos todo el tiempo leyendo las noticias que eran cada vez más preocupantes.
Un día, Mariana miró el celular y alarmada me dijo: “La OMS declara la pandemia”. Creo que recién ahí tomamos cabal conciencia de la magnitud de lo que estaba pasando.
Las luces cortaban la noche cerrada para iluminar una ruta desértica. Nos hubiera encantado cruzarnos algún auto pero continuábamos siendo los únicos en kilómetros a la redonda; o en toda la 205.
– ¿Estarán cerradas las estaciones de servicios? –preguntó retóricamente Mariana.
–Qué sé yo, la verdad que diría que es imposible, pero ¿cuántas veces dijimos en este viaje que no podía pasar, y pasó?
Al salir a la ruta no supimos si podríamos cargar nafta o si algún control policial nos impediría circular. El principal objetivo era llegar a Salliqueló antes de medianoche para poder abastecernos y después, Dios dirá.
–Te juro que me siento como si fuéramos criminales, narcotraficantes.
–Somos Bonnie and Clyde, salvo que el crimen que cometimos fue irnos de vacaciones –le comenté y le arranqué la primera sonrisa del viaje.
Logramos llegar a la YPF minutos antes de la medianoche. Cuanto le pregunté al empleado si sabía si las estaciones iban a estar abiertas me respondió que nadie sabía nada de nada, pero que ellos en media hora cerraban.
Volví al auto pensando que aun con el tanque lleno no llegaríamos a Bahía.
A partir de ese día, las noticias nos alarmaban cada vez más: “Cierran las fronteras Italia y España”, “Colapsa el sistema de salud”, “Cancelan todos los vuelos a Europa”. Nos daba la sensación de encontrarnos en una película de ciencia ficción. Es difícil describir lo que se va sintiendo cuando uno atraviesa una situación que jamás se ha vivido y ni remotamente esperado. Me sentía en una irrealidad, observando toda la situación con cierto temor carente de sentimientos, pensando que era imposible que esto nos estuviera pasando pero a la vez sopesando todo lo que podía llegar a suceder.
Mientras tanto, el paisaje en la India se iba transformando, se incrementaba cada vez más la gente que tapaba sus bocas. Nosotros seguíamos insistiendo que no era necesario y que la OMS (nuestra organización madre e incuestionable… al menos hasta ese momento) no recomendaba su uso. También nos dimos cuenta de que nos rehuían y algunos nos miraban y murmuraban frases incomprensibles, pero distinguíamos muy bien la palabra: “corona”. Pasamos a ser los extranjeros que les llevábamos el virus.
En el último día en Udaipur nos enteramos del primer caso en la India y al llegar a Pushkar las noticias eran aun peores: ya no daban más visas de extranjeros; el mundo parecía cerrarse a nuestro alrededor dando una inquietante sensación de claustrofobia.
Al ingresar al hotel en esta ciudad nos informaron que el grupo de italianos que había introducido el virus en ese país, había estado en ese hotel una semana atrás. “¡Ah, pero precisamos una ristra de ajo!”, exclamó Mariana en la habitación, mitad en risa mitad en serio. Comenzamos a preguntarnos si habrían desinfectado bien. A partir de ese día nos volvimos obsesivos y nos lavábamos o nos colocábamos alcohol a cada instante.
Unos días después, ya en Jaipur, suspendieron todos los viajes en tren, el principal medio de locomoción de la India. Una mañana, con cara de preocupación, Pradhuman nos comentó que habían cerrado la frontera; ya nadie podía entrar al país.
Es difícil explicar la sensación de vulnerabilidad y desprotección que se va apoderando de uno. Tengo la enorme fortuna de haber logrado hacer muchos viajes alrededor del mundo y pasar por innumerables situaciones; hasta la de quedar varados unos días en España cuando la erupción del volcán Copahue en el 2012 con la incertidumbre de no saber cuándo se podría volver (pensé que nunca viviría nada igual a eso, ¡qué iluso!). Pero en todas esas situaciones uno siempre tenía alternativas, a lo sumo se debía optar por uno u otro camino. Hasta en la situación del volcán se podía optar por viajar a Brasil y de ahí regresar a la Argentina por ruta. Acá nos encontrábamos en una situación que el mundo nunca había vivido. Andábamos sobre un terreno inexplorado y lleno de arenas movedizas. Nunca en mi vida me había pasado que de pronto los aviones dejaran de surcar los cielos o que los países cerraran sus fronteras. El mundo se había vuelto loco y nosotros nos hallábamos a 16.000 kilómetros de nuestra casa.
A pesar de todo intentábamos, y en gran parte lo logramos, evitar que durante el día las preocupaciones nos impidieran disfrutar de este bello y exótico país. Pradhuman, que a esta altura se la pasaba hablando por el celular (me hubiera encantado entender algunos de esos diálogos), se las fue ingeniando para que no perdiéramos las atracciones más importantes que teníamos programadas, aunque eso empezaba a inquietarnos cada vez menos y cada vez más preocuparnos por el regreso a nuestro país. Sin embargo, cuando nos comentó que estaba intranquilo porque se iba a cerrar el Taj Mahal nos quedamos estupefactos: ¡Viajar a la India y no poder ver el Taj Majal!, sólo a nosotros nos podía ocurrir.
A esta altura casi no nos cruzábamos con extranjeros. Los desayunos en los hoteles saltaron de ser ruidosos y con mucha gente hablando en diferentes idiomas, a ser muy silenciosos y con algunas personas desperdigadas en solitarias mesas. El último día en Jaipur estuvimos solos en el hotel.
La gran mayoría de los lugares que habíamos visitado estaban cerrados, muchos al siguiente día del que estuvimos. La sensación era como si fuéramos corriendo por un pasillo lleno de puertas de metal y apenas lográbamos franquear una, se cerraba detrás nuestro con un fuerte sonido.
A la mañana siguiente, Pradhu nos propuso adelantar la visita al Taj Majal porque el rumor de que se iba a cerrar era cada vez mayor. En ese momento ya nos había confesado que gran parte del tiempo dedicado a hablar por el celular, había sido con la agencia haciendo malabares para que nos perdiéramos lo menos posible. Moon, para cambiar de tema, comentó que su familia estaba muy preocupada, que creía que él estaba en una zona de guerra, pero que él los tranquilizaba diciendo que estaba con dos médicos.
El viaje en la ruta, que normalmente aprovechábamos para agobiar a preguntas a Pradhuman, se realizó en completo silencio. Solo en un momento una carcajada de Moon, que además de chofer, fue el encargado de hacernos sentir bien con su eterna sonrisa y amabilidad, nos sacó de nuestros pensamientos. Nos comentó que le mandaron un mensaje donde decía que “las samosas” (especies de empanadas muy picantes, difundidas por todas las calles de la India) ahora no serían tan ricas porque estaban obligando a quien las hacía a lavarse las manos.
Al llegar a Agra fuimos directamente al Taj Mahal. El solo hecho de pensar que casi no llegamos a verlo, hizo que lo apreciáramos al máximo. Creíamos que después de ver numerosos palacios increíbles no nos llamaría tanto la atención, pero es realmente de una belleza incuestionable y sin duda una de las 7 maravillas del mundo.
Ése fue el último día que se pudo visitar. Otra puerta de metal cerrándose casi en nuestras espaldas.
Retornamos a Delhi esa noche y como habíamos adelantado el itinerario, nos quedaban dos días para regresar. Dos días de total angustia e incertidumbre como jamás pensamos transitar.
En hall del hotel nos despedimos de Moon que con su radiante sonrisa y el característico saludo de juntar ambas manos frente a su pecho, fue como si nos diera el más reconfortante de los abrazos. Sería bueno que incorporáramos este saludo al volver me diría después Mariana. Pradhu nos envolvió con su mirada y sólo comentó: “recuerden, está escrito”
Ni bien llegamos a la habitación, mientras comenzábamos a desempacar, Mariana observó el celular y se quedó petrificada: ¡Argentina había cerrado las fronteras a todos los vuelos! La peor pesadilla comenzaba a hacerse tangible.
Evaluábamos todo lo que podía ocurrir e intentábamos ver qué haríamos en cada situación. Sin embargo, a esta altura ya nos habíamos quedado sin herramientas. ¿Qué hacer cuando el mundo cierra todas las fronteras y ya no se puede ingresar ni al propio país?
Cuando estábamos por llegar a la autopista que une Azul con Olavarría (íbamos por la ruta 51) divisamos una luces intermitentes.
–Con todo lo que venimos pasando te digo que es un ovni o es la policía.
–Prefiero que sea un ovni porque si no estamos cagados.
Al acercarnos, un agente nos hizo señas para que nos detuviéramos.
–Documentación, por favor.
Intenté explicarle que era un auto alquilado y que veníamos de viaje (cómo explicarle todo lo que nos había sucedido), pero luego de revisar los papeles me interrumpió:
– ¿No saben que no se puede circular?
Comenzamos a ver las noticias desesperados y leímos que los vuelos cancelados eran de países en “zona de riesgo” y, por una de esas cosas de la vida, la India no pertenecía a esos países.
Intentamos calmarnos y ver si podíamos adelantar el vuelo. Nos comunicamos con Laura, quien a esta altura estaba tan preocupada como nosotros y fue nuestro sostén muchas veces aunque nada pudiera hacer. “¿Están seguros, de adelantar el vuelo? Les va a salir una fortuna”, nos comentó, pero nosotros entendíamos que con el vértigo de los acontecimientos un día era una eternidad y el dinero que por suerte teníamos (es tan curioso como tan rápido pueden cambiar las perspectivas, sólo unos días atrás habríamos pensado que tener que pagar otro vuelo hubiera sido catastrófico) empezaba a ser secundario antes la perspectiva de no poder regresar. Al rato nos volvió a llamar para darnos la mala noticia de que era imposible porque el avión estaba completo.
Muchísima gente había quedado varada, principalmente en Europa, sin poder regresar al país. ¡Inconcebible! No entraba en nuestras cabezas.
¿Cómo era posible que 20 días atrás hubiéramos salido a unas agradables vacaciones y ahora existía la posibilidad de que no pudiéramos volver a nuestro país?
Deseábamos calmarnos con pensamientos que hoy parecen tan ingenuos: “Si la línea aérea no sale nos tendrán que enviar con otra aerolínea”, “la agencia tendrá que ocuparse de ver cómo nos regresa”, “bueno, en todo caso de retrasarse unos días los vuelos, la embajada nos dará cobijo”, “la visa se nos vence en una semana y ahí tendrán que repatriarnos”.
¿Cómo íbamos a imaginar que hasta los hoteles cerrarían, que las aerolíneas dejarían de volar y que todas las alternativas para volver dejarían de existir?
Comenzamos a leer relatos inverosímiles de gente varada en distintas partes del mundo. A un pasajero por tener pasaporte italiano no lo dejaron seguir y quedó encerrado en una habitación en un pueblo perdido de Ucrania, ¿qué habrá sido de él? Gente durmiendo varios días agolpadas en aeropuertos intentando desesperadamente tomar un avión y quedándose sin comida porque todos los puestos cerraban. Una familia que había ido a esquiar a un pueblo en Francia y permanecían allí sin tener adonde estar, porque se había ido todo el mundo y a ellos no los dejaban andar en la ruta. “El paraíso se había transformado en un infierno”.
Mientras tanto, nos decían que nuestro vuelo por el momento salía, pero que no nos podían asegurar que al día siguiente lo hiciera.
Enviamos mensajes a la embajada y si bien nos contestaron enseguida, no nos podían garantizar nada. La angustia era tanta que escuchar al menos una voz amable nos tranquilizó… aunque no mucho.
El mundo se había vuelto patas arriba y las reglas del juego habían cambiado abruptamente.
Permanecimos esos días encerrados en la habitación, sólo bajando para desayunar, en un lugar ya con poco personal, mucho menos comida y casi sin extranjeros. En la última salida a la calle, nos miraban en forma muy extraña por lo que decidimos no salir más del hotel. En un momento dejé la habitación y pregunté a alguien de limpieza dónde quedaba el gimnasio (estaba con demasiada carga de adrenalina y el encierro era sofocante, tenía que descargar tensiones de alguna manera). El hombre comenzó a hacerme señas de que no entendía, me lo quedé mirando y me señaló un cartelito prendido en su solapa que informaba que era sordo. “Ah, pero me pasan todas”, pensaba para mí, hasta que entendí: que me pusiera barbijo y que todos los sectores del hotel estaban cerrados para extranjeros… Prudentemente decidimos de ahí en más permanecer en la habitación.
Un día en Udaipur, al volver al hotel, un guarda me tomó la temperatura, la miró y me la volvió a tomar. Empezó a discutir con nuestro guía y no era necesario entender indi para saber de qué hablaban. Me la volvió a tomar una vez más y cuando yo ya estaba entrando en pánico, de mala gana nos dejó pasar. Pradhuman nos comentó que le daba 37º. ¿Y qué pasa si me daba más, no nos dejaban entrar?, le pregunté irónicamente y él, como solía hacer cuando no tenía una respuesta clara, sólo se encogió de hombros. Eso fue fatal porque me di cuenta de que el problema no era la posibilidad lejana de contraer el coronavirus, sino que una simple gripe nos podía poner en cuarentena o que no nos dejaran subir al avión por tener fiebre. Desde ese momento me volví hipocondríaco, tuve todos los síntomas habidos y por haber, cada vez que me ponían la pistolita en la cabeza se me salía el corazón del pecho. Todos los días me levantaba con fiebre, constantemente me faltaba el aire, le pedía a Mariana que me pusiera la mano en la frente por si tenía temperatura; en un momento fuimos a un pequeño local a cambiar dólares y un mosquito estuvo revoloteando a mi alrededor y yo como loco tratando de atraparlo mientras el hombre me miraba algo atemorizado. Yo, que siempre fui tan despreocupado, me lavaba los dientes con agua mineral y hasta pedía que apagaran el aire acondicionado para no resfriarme. Era todo tan loco que hasta un resfrío podía hacer que no pudiéramos volver y tener conciencia de eso me hacía sentir cada vez peor.
Sin embargo, a pesar de todos los recaudos no pude evitar esos últimos días ir al baño y casi fui succionado por el inodoro; salí tan pálido que Mariana se asustó. “Lo que faltaba, tengo diarrea del viajero”. Tomé todo el arsenal anti que llevábamos y por suerte lo superé.
El último día fue sin dudas el peor. El tiempo no transcurría, los minutos eran horas y las horas días, el reloj parecía que retrocedía cada vez que lo miraba. Fuimos por nuestro escaso desayuno y salimos a un local que aún permanecía abierto para comprar barbijos (OMS y la p…) y volver enseguida al cuarto. Caminaba de un lado a otro de la habitación como un león enjaulado, Mariana me miraba extrañada, nunca me había visto así. Por suerte, ella se mantuvo más calma que yo (lo que se podía lograr estar calmo en esa situación) y fue un pilar en el que me sostuve.
El resto del día nos dedicamos a rogarles a las 33 millones de deidades Indias (aun cuando ninguno de los dos nos destacamos por ser religiosos ni tener tanta memoria como para recordar sus nombres) que saliera el avión. Ya todas las aerolíneas habían cancelados sus vuelos y Ethiopian era una de las pocas que podían ingresar. Innumerable cantidad de gente varada sin posibilidad de regreso en todas partes del mundo.
Lo inverosímil había pasado a ser verosímil.
Solicitamos que nos vinieran a buscar cinco horas antes del horario por las dudas. Decidimos hacer el check out y esperar un tiempo en el hall del hotel, la habitación se había vuelto insoportable.
La combi fue puntual y nos dejó en el aeropuerto, pero al ir al stand casi desfallecemos: el vuelo estaba retrasado.
Mariana, más rápida de reflejos, le explicó al policía que no nos quedaba otra opción y comenzó un largo relato de todo lo que nos venía aconteciendo. No sé si porque logró conmoverlo o porque ya no quiso escucharla, pero nos devolvió la documentación advirtiéndonos que llegáramos rápido a destino ya que si nos volvían a parar en otro lugar tenían la orden de no dejar circular a nadie.
Sin embargo, la alegría no nos duró mucho, al llegar a Olavarría todas las estaciones estaban cerradas.
–Tranquila –le comenté–, todavía nos queda la estación de Pringles.
– ¿Y vos crees que si acá están cerradas, la de Pringles va a estar abierta?
–Veremos –le respondí mientras bajaba la velocidad para gastar menos nafta.
En la tensa espera, en el aeropuerto Indira Gandhi de Delhi, leímos que nuestro presidente, Alberto Fernández, había decretado que se prohibían los viajes en todo el país por el fin de semana largo (nosotros llegaríamos el viernes a la noche cuando comenzaba el feriado). Por lo tanto, en Buenos Aires, si es que lográbamos llegar, el vuelo hasta Bahía Blanca que teníamos reservado, había sido cancelado. Si bien tengo familia en Capital, no podíamos estar con ellos porque al venir del extranjero teníamos que permanecer en cuarentena y al entrar en contacto con nosotros, a ellos les pasaría otro tanto. Por el mismo motivo tampoco podíamos pedir que alguien nos fuera a buscar. Podíamos quedarnos esos cuatros días en Buenos Aires, pero ¿qué hotel nos iba a recibir sabiendo que veníamos del extranjero? Esa sensación continua de ir convirtiéndonos en unos excluidos no fue bastante desagradable.
Nuestras mentes funcionaban a mil intentando hallar una solución mientras mirábamos cada minuto si se anunciaba de una buena vez la salida de nuestro vuelo, hasta que a Mariana se le ocurrió que podíamos alquilar un auto. Después de intentar en varias compañías logramos conseguir un coche.
En un instante se me cruzó un pensamiento inquietante: “¿Existía la posibilidad de que el avión no saliera de Etiopía y nos dejara varados allí?”. Un frío me recorrió la espalda. ¿Dejaríamos de preocuparnos en algún momento? Envié un mensaje a Laura en un intento de buscar seguridad preguntándole si era posible que una aerolínea dejara a sus pasajeros en una escala; su respuesta no me tranquilizó: algunas aerolíneas lo estaban haciendo. Decidí no comentarle nada a Mariana
Cuando por fin llamaron a embarcar, todos aplaudimos felices, pero la angustia no disminuiría, el temor de quedar varados en Etiopía me impidió pegar un ojo en todo el viaje. Para colmo, las historias que escuchábamos de las peripecias que pasaron muchos pasajeros para abordar el mismo vuelo nuestro, eran escalofriantes. (Nuestro avión era uno de los pocos que ingresaba a Argentina, y los turistas venían de todas partes) Al escucharlos se nos ponían los pelos de punta, era gente que había tomado hasta tres aviones, otros que habían pagado precios exorbitantes para conseguir un asiento. Casi todos venían de Europa escapando del horror, muchos de ellos personas mayores ya jubiladas, y nos daba terrible pena escucharlos.
Etiopía fue un suplicio de incertidumbres durante cinco horas que prefiero no describir para que el relato no sea redundante, pero me quedó la sensación de que en África las agujas de los relojes se mueven en una lentitud exasperante.
En un momento mariana levanta la vista y saliendo de sus pensamientos con sorna me comenta: “si nos quedamos acá ¿quién podrá defendernos?”, “yo, Sandokan” respondí inmediatamente recordando mi literatura infantil, “¿San quién?, me preguntó asombrada, “no importa deja, es que al Chapulín no lo van a dejar venir”
Si bien en un principio nos había alegrado contactarnos con otros argentinos, con el transcurso de las horas nos fuimos apartando para no escuchar más, las noticias eran de los más variadas y terribles.
En cierto momento observo a una anciana sentada a mi lado restregándose las manos, para intentar tranquilizarla le comenté que ya faltaba poco, “si sale este vuelo estamos salvados”. “No, querido –me respondió–, ayer salió un avión y en pleno vuelo lo hicieron volver porque el país no le permitía ingresar”. Decidí ponerme los auriculares y no escuchar nada más que música.
Se volvieron a repetir los aplausos al anunciar el arribo, aunque la alegría aún no era plena, faltaba la escala en San Pablo. ¿Nos dejarían ingresar, ya que Brasil estaba en la zona de riesgo? Indudablemente las preocupaciones serían nuestras fieles compañeras hasta llegar.
Pero por suerte el arribo a Brasil fue sin contratiempos. Bajaron pasajeros, los que continuábamos afortunadamente nos quedamos arriba, y subieron tantas personas que en un momento temimos que algunos viajarían parados. “Al menos ya estamos en América”, me comentó Mariana sonriendo, ahora sólo debíamos evitar contagiarnos de todos los que subieron provenientes de países en zona de riesgo…”
– ¿Cuánto falta para la estación de Pringles? –me preguntó Mariana sacándome del ensimismamiento.
–No mucho –le contesté–. Pero si no está abierta, a Bahía no llegamos.
– ¡Creo que las luces están prendidas! –exclamó Mariana con alegría al divisar la estación.
–Sí, pero esperemos, en Olavarría también y no salió nadie.
Estacioné el auto frente al surtidor y luego de hacer tiempo unos minutos toqué la bocina.
– ¿Tendremos que pasar los quince días de cuarentena en esta estación?
– No, te juro que ya no me importa nada, cargo nafta igual y les dejo la guita debajo de la puerta.
– ¿Y si los surtidores no funcionan? –la pregunta quedó flotando en el aire.
¡Al fin llegamos a Argentina! Daban ganas de besar el suelo, les juro. El aeropuerto se había transformado completamente, no tenía nada que ver con el que habíamos dejado menos de un mes atrás… ¡menos de un mes! Más que aeropuerto tenía aspecto de hospital, estaba casi desértico y el poco personal completamente cubiertos con ambos blancos y máscaras. Nos hicieron pasar por un pasillo angosto y al llegar al final un pequeño grupo de personas contemplaban un televisor, me quedé un instante y observé que en la pantalla se veía la silueta de todas las personas en rojo y si alguien tenía fiebre saldría verde. “Parece una película de ciencia ficción, no?”, me comentó uno de ellos. Sí, sin lugar a dudas continuábamos en la dimensión desconocida.
De todos modos no tuvimos mucho tiempo para disfrutar ya que, preocupados por el retraso del avión, recogimos rápido las valijas y sin siquiera pasar por el baño fuimos a buscar el auto.
“Tuvieron suerte, es el último auto que nos queda, llegaban 5 minutos después y cerrábamos el boliche”. Cuando intentamos explicarle que teníamos el auto pago y que nos habían dicho que ellos estaban abiertos las 24 hs. se sonrió y mirándonos con cierta pena nos comentó que se había decretado la cuarentena por quince días (en aquel momento iban a ser quince días), y que ahora ni siquiera los autos podían circular por la ruta… ¡Pensar que creímos que ya habíamos superado la capacidad de asombro!
A pesar de todo, decidimos salir igual (tampoco nos quedaba otra posibilidad), sin saber si nos iban a parar o si las estaciones de servicio estarían abiertas.
Estaba por tocar la bocina otra vez cuando alguien se asomó y, tras un largo bostezo, como ajeno a todo lo que estaba sucediendo, me preguntó si Súper o Infinia. Me deben haber hecho esa pregunta infinidad de veces, pero nunca respondí con tanta felicidad, tuve que hacer un enorme esfuerzo para no estrecharlo en un fuerte abrazo.
Los últimos 200 km, a pesar de la intensa neblina y ese ruidito que seguía sonando en el motor, fue sin contratiempo. 200 km ya era como estar en casa.
Jamás imaginamos alegrarnos tanto al ver las luces de nuestra ciudad. Al llegar ni siquiera bajamos las valijas.
¿Cómo explicarles el placer de volver a dormir en nuestra cama? ¿Cómo explicar que leíamos a todos quejarse por tener que pasar 14 días sin salir y nosotros lo que más deseábamos era pasar esos días en nuestra casa?
Al despertarnos al otro día, la tan confortante y estimada seguridad de nuestro hogar nos parecía increíble, un sueño. Desayunar con unos mates: puro placer.
Cuando ya más tranquilos vimos las noticias, leímos que el nuestro había sido el último vuelo. Nos quedamos mirándonos en silencio… por tan solo “un día” no nos quedamos varados allá. Creo que recién en ese momento tomamos cabal conciencia del riesgo que corrimos; y mucho más aún en los días que siguieron cuando nos enteramos de todos los que quedaron en el exterior librados a la buena de Dios. Una vez más la puerta de metal cerrando apenas después de atravesarla.
Está bien que nadie estaba preparado, ni a la altura de las circunstancias, que a todo el mundo lo tomó desprevenido, y que el bien común está sobre el bien individual; pero se podrían haber tomado medidas, como las que después se implementaron, de poner en cuarentena en hoteles a los que llegaban o las embajadas hubieran brindado un lugar donde hospedar adonde había gente sin posibilidad de volver a sus hogares. ¿Salía dinero? Seguro que sí, pero por favor, se gasta tanto en otras cosas… todos lo sabemos. Muchos comentaban: “que se embromen por haberse ido en medio de una pandemia”, quizás sí, pero muchos otros, como nosotros, se fueron antes, algunos eran ancianos que habían cometido el terrible pecado de haber viajado al exterior a ver a sus nietos. No quiero polemizar con este tema y se puede tener una opinión distinta, pero considero que deshumanizarnos, perder la individualidad en medio de una tragedia, es lo peor que puede sucedernos.
Como todo en la vida se puede ver el vaso medio lleno o medio vacío. Podríamos quejarnos de nuestra espantosa mala suerte, decir que justo viajamos y se desató una pandemia y muchas otras cosas más. Pero cuando, más tranquilos, logramos analizar todo lo sucedido, agradecimos la suerte que tuvimos. Suerte que el virus llegó tarde a la India (en la fecha en que estoy escribiendo está haciendo estragos). Suerte que tomamos el vuelo de Ethiopian porque era más barato y Etiopía, cuando hicimos escala, no tenía ni un caso. Suerte que a pesar de las terribles circunstancias logramos ver casi todo lo que nos habíamos propuesto. Suerte que nuestra aerolínea fue una de las pocas que voló hasta último momento. Suerte que por un día no nos quedamos allá.
Sólo nos quedó agradecerles a las 33 millones de deidades antes que se despidieran y volvieran a la India.
Desgraciadamente, hasta el momento, aún no hemos logrado escapar de la dimensión desconocida en la que entramos al subir a ese avión.
Por Pablo Curino
[Biografía del autor en sus palabras: Soy médico neurocirujano, lector de todo lo que caiga en mis manos. Cuando mamá enviudó empezamos un taller literario con Elsa Calzetta, para hacer una actividad compartida y ahí volví a encontrarme con el placer de escribir. Publique un libro: "Winifreda mi infancia" y acaba de salir otro con textos que escribió mamá y textos propios: "Eres una Reina". Un sueño que debía hacerse real.]
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